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Columna
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Paciencia infinita

La destrucción de un avión comercial puede ser la gota que colme el vaso contra Rusia

Jordi Vaquer

¿No bastan las fanfarronadas en la Red, reproducidas y luego borradas, por haber derribado un supuesto avión militar ucranio el mismo día y lugar del ataque al vuelo MH17 de Malaysian Airlines? ¿No convencen las fotos que permiten seguir el recorrido de un sistema antiaéreo Buk en territorio rebelde y de vuelta a Rusia? Si quedan dudas de la autoría del disparo, conviene fijarse en el lamentable epílogo a la tragedia. Usando los cadáveres de las víctimas como moneda de cambio para frenar la ofensiva ucrania, disparando a observadores internacionales que intentaban acceder a los restos del siniestro, negando el acceso a expertos en aviación, los rebeldes de la República Popular de Donetsk muestran una combinación de torpeza, aturdimiento, menosprecio por los principios fundamentales del derecho humanitario, y sensación de impunidad, digna de quien bien hubiese podido derribar un avión comercial con 300 personas a bordo.

La Unión Europea no tiene a un simple vecino incómodo en Rusia: linda con una potencia nuclear con un líder empeñado en doblegar por las malas a un país de 45 millones de habitantes. Sin Crimea, incluso sin el Este, Ucrania podría existir; pero, sin Ucrania, la Unión Euroasiática de Putin nace muerta. Ya no se trata sólo del sueño neoimperial: esta guerra responde, también, al desmesurado orgullo de Vladímir Putin, confundido con la dignidad de Rusia. El presidente ruso goza de una inexplicable carta blanca de los otros BRICS — autoproclamados paladines de la legalidad internacional que no tardaron ni tres meses en olvidar la anexión de Crimea— y alcanza récords de popularidad inauditos en su propio país. Ante la mirada condescendiente de la comunidad internacional, Putin mina el orden global al tratar de someter a sus vecinos por la fuerza del chantaje y la agresión.

Europa asistió anonadada a la ocupación de territorio ucranio por mal disimuladas unidades rusas, y fue incapaz de reaccionar al unísono. Esta vez un avión civil salido de Ámsterdam ha sido derribado. Sucedió horas después de que los jefes de Gobierno de la UE fracasaran en su intento de elegir al nuevo alto representante de política exterior. La candidata mejor posicionada, la inexperta ministra italiana Federica Mogherini, estuvo en Moscú en plena guerra negociando la construcción bajo el mar Negro del gaseoducto South Stream para, precisamente, esquivar a Ucrania; un proyecto que, por cierto, ya enfrentó a la Comisión Europea con el Gobierno prorruso de Bulgaria. Mientras, Francia negocia la venta a Rusia de dos barcos de asalto anfibio Mistral, Hungría prepara la construcción de dos nuevos reactores nucleares con apoyo ruso; y los puertos de Limassol (Chipre) y Ceuta son escala habitual de la flota de guerra rusa. Tal vez la destrucción de un avión comercial sea la gota que colme el vaso. Pero en París, Roma, Madrid, Budapest, Nicosia o Sofía, el vaso del hartazgo con las agresiones rusas parece no tener fondo.

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