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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ni ‘ufanismo’ ni catastrofismo

Lo que falta en Brasil es racionalismo, con menos emoción y más coherencia con las posibilidades reales de ser una gran nación

Quien ha acompañado de cerca como periodista las sucesivas crisis políticas en Brasil, desde el suicidio del presidente Getúlio Vargas hace 60 años, conoce bien la extraordinaria capacidad brasileña de improvisar soluciones para los peligrosos conflictos de poder que tumultuan la tranquilidad pública. Pero estos conflictos políticos siempre tienen un trasfondo económico y no hay soluciones reales y duraderas sin que se reconcilie lo político con lo económico. Es el caso de la crisis que enfrenta el Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, cuyo entorno político (una alianza de partidos, encabezada por el Partido de los Trabajadores, PT) carece de cohesión y, por lo tanto, de poder de decisión política.

La crisis actual ha ido creciendo rápidamente porque el Gobierno Rousseff no ha conseguido apoyos en el Congreso para cortar gastos con la austeridad necesaria para convencer al mundo financiero de que Brasil tiene bajo control su endeudamiento. Algunos comentaristas ya consideran que Brasil está a camino de ser una nueva Grecia, siempre evitando las medidas necesarias para que sus deudas crezcan mas rápido que su producto nacional. Aunque Brasil tiene una economía diez veces mayor que la de Grecia, el pago de las tasas de interés de la deuda requiere miles de millones de dólares anuales y esto exige ahorros fiscales de más de 3% del producto para que la deuda no aumente. La reducción, la semana pasada, en la meta de ahorro fiscal del Gobierno nacional a menos de un tercio de esa cantidad fue una señal de alarma de que la política austera está en peligro. La razón dada para aflojar la meta es que la recesión económica que vive Brasil ha producido una merma violenta en los ingresos por impuestos, que son la renta del Gobierno. “El realismo se impuso,” dijo Nelson Barbosa, el ministro de planificación.

Como consecuencia, el Gobierno de Rousseff, ya debilitado por las revelaciones de la justicia sobre la corrupción multimillonaria en el escándalo de Petrobras, que se extiende desde el Congreso hasta los empresarios de contratas más importantes de Brasil, vive de sobresalto en sobresalto sin saber con quién contar para afirmar su gobernanza. Faltan tres años para completar el período presidencial y el desconcierto es general. Se extiende a todos los sectores políticos. Figuras emblemáticas de la izquierda como Frei Beto (Carlos Alberto Libanio), que fue fundador del PT y asesor político del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, dicen que la única salvación del Gobierno de Rousseff es “regresar a los brazos de los movimientos sociales”. Pero ¿cómo lograr eso con una política económica que exige sacrificios y contención de gastos? Ademas, las encuestas de opinión muestran que la aprobación del Gobierno de Rousseff ha bajado a menos del 10%. Esa evaluación refleja un espíritu de protesta y desencanto que raya en la indignación. Las calles no están con Rousseff ni con Lula.

La crisis económica no golpea solo a aquellos con bajos ingresos. Es de todo el electorado de 140 millones de brasileños, en su mayoría jóvenes que aspiran a oportunidades sin segmentaciones de clase. El desempleo es creciente, llegando a más del 8% de la fuerza laboral, y la inflación corrompe todos los presupuestos familiares. La venta de automóviles y electrodomésticos se ha hundido. También el valor de propiedades residenciales. Esto es todo lo contrario de lo que el PT prometió cuando lanzó su proyecto de poder con la promoción del consumo a crédito barato en el Gobierno Lula, quien aspira a ser nuevamente presidente en 2018, después de Rousseff.

Cuando Rousseff inició su segundo mandato después de una victoria apretada en las elecciones presidenciales de 2013, ya había competentes analistas financieros, como Arminio Fraga, expresidente del Banco Central, señalando que había que cambiar la política económica para equilibrar las cuentas fiscales deficitarias, reducir presiones inflacionarias, y recuperar la confianza de los inversionistas privados, nacionales y extranjeros de quienes Brasil depende para su desarrollo. Como candidata, Rousseff rechazó estos consejos, que calificó de “entreguistas” y “neoliberales”, con intenciones escondidas de privatizar empresas estatales como Petrobras, y reducir beneficios sociales para los mas pobres. Fue una buena estrategia política, pues los electores de los Estados mas pobres del Nordeste proporcionaron el margen de victoria con el cual Rousseff se reeligió, a pesar de perder en todos los Estados mas desarrollados del Sur y Centro, menos Minas Gerais y Río de Janeiro. Como presidenta, sin embargo, Rousseff se deshizo rápidamente del equipo económico dirigido por el ministro de Hacienda Guido Mantega (desarrollista de gastos no financiados) y cambió su política económica 180 grados. Nombró un nuevo equipo encabezado por Joaquim Levy, de tendencias ortodoxas, recortando gastos e imponiendo cierta austeridad. Esta política económica es lo que ahora está a prueba en el mundo político, donde las dos casas legislativas están dirigidas por líderes del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), antes aliado del PT pero ahora exigiendo su independencia. La oposición, encabezada por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), también está dividida, con algunos pidiendo el impeachment de Rousseff y otros el desgaste a fuego lento del PT por sus errores. El desenlace de esta crisis no tiene, como en tiempos pasados, una intervención de la fuerzas armadas, donde la alta oficialidad no tiene interés en ser árbitro. Más probable es que una coalición de gobernadores de los 26 Estados (y un Distrito Federal) de Brasil organice un plan de apoyo para la gobernanza de Rousseff con garantías de continuar recibiendo sus cuotas de transferencias de recursos del tesoro nacional.

Brasil vive tradicionalmente ciclos emocionales: del ufanismo, una autoestima fantasiosa de su grandeza, a, (cuando la realidad es adversa) el catastrofismo, un exagerado pesimismo sobre los defectos inherentes a una sociedad en metamorfosis. Lo que falta es racionalismo, con menos emoción y más coherencia con las posibilidades reales de ser una gran nación. Esta novela brasileña está viviendo un nuevo capítulo y como todo buen drama el desenlace solo se conocerá al final.

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